Mi existencia reflejada en los espejos cóncavos del Callejón del Gato

domingo, 23 de agosto de 2015

Memorias de Verano 2015 (II) Ritos de iniciación


Cuando en La Antilla se ponían toldos y casi no había sombrillas, y la figura del “rodríguez” era una realidad en España, era frecuente ver en la playa grupos de madres sin maridos, rodeadas de niños de distintas edades, todos reunidos en pandillas.
Mi padre solía tener vacaciones en Agosto, pero nos dejaba en la playa a mi madre, a mi hermana y a mí durante el mes de julio. Él venía los viernes y se volvía a marchar los domingos.
A mi madre le gustaba comer con bocadillos en la playa. En realidad le gustaba más el hecho de comer con bocadillos que el que fuera en la playa o en cualquier otro sitio. Le encantaba comer de bocadillos. Supongo que iría con su carácter presuroso: es una comida que se prepara rápido y se despacha también rápido, y a otra cosa. El caso es que durante esos meses de julio muchos días comíamos bocadillos en los toldos de la playa.
Lógicamente no estábamos solos. Estaban las otras madres y los otros niños. Me acuerdo de que con Jaime Abad montábamos después de comer auténticos campos de batalla con los soldaditos de plástico que comprábamos en los kioscos de “la parada”.
Poco a poco eso dio paso a hacer excursiones, ya sin padres pero también con bocadillos. La excursión típica en La Antilla para los niños de mi edad era ir a los caños, a una distancia que hoy me supone un paseo por la playa con mi perra por la mañana, pero que para nosotros era toda una aventura. Y allí echábamos el día, saltando y correteando, y bañándonos cuando subía la marea y se llenaba el caño. Con una indescriptible sensación de libertad y plenitud.
El otro día mis hijos se quedaron a comer solos por primera vez en la playa. Les preparé bocadillos y les puse refrescos, y se quedaron, con otros de su pandilla, en donde habitualmente bajamos todos, a unos doscientos metros de donde tenemos el apartamento. Pero eso era suficiente. Cuando le pregunté a Ángel qué tal lo había pasado, la respuesta fue clara:”perfecto”. Pude detectar en su expresión esa misma sensación de estar descubriendo cosas nuevas, vertiginosas, de estar transgrediendo límites más allá de lo esperado. De dar pasos entre la magia de la última infancia y la preadolescencia.

Me pregunto si ya con mi edad el paso del tiempo se ha llevado la posibilidad de esos descubrimientos trascendentes, o si seguimos teniendo acceso a esas sensaciones de novedad tan evanescente como la que sintieron mis hijos el otro día. Como las que sentía yo en la excursión a los caños. 

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