Mi existencia reflejada en los espejos cóncavos del Callejón del Gato

domingo, 21 de agosto de 2016

Agosto en Edimburgo. Teatro y...


Después de la Segunda Guerra Mundial, en 1947, Edimburgo organizó un Festival Internacional, centrado en representaciones de teatro, ópera y conciertos. Ocho compañías quedaron fuera de programa, y organizaron su propio festival on the fringe, algo así como en el límite. Desde entonces el Fringe se ha convertido en el festival de teatro más importante del mundo, sin desmerecer al Festival Internacional, que atrae a las grandes figuras de la escena británica y americana.
Así, durante el mes de agosto, en la capital de Escocia se concentran una enorme cantidad de agrupaciones escénicas de todo tipo, a todos los niveles. Coinciden el Festival Internacional, el Fringe, el Military Tattoo, el encuentro de agrupaciones teatrales de institutos americanos, miles de artistas callejeros entre músicos, acróbatas, magos, actores, mimos; las compañías del Fringe ofrecen en la Royal Mile (la calle central de Edimburgo) pequeños fragmentos de lo que ofrecen: musicales, revisiones de Shakespeare, transgresiones, vanguardias… La ciudad entera está implicada y hay representaciones en teatros, pubs, iglesias, y hasta salones de viviendas; y el centro ofrece un espectáculo multiescénico de una vitalidad arrolladora, que cautivaría a cualquier persona, no solo a los amantes del teatro.
Para mí ha sido un espectáculo fascinante, embriagador, que me ha golpeado en la cara, me ha noqueado y me ha vuelta a espabilar. Este año, gracias a la generosidad de Sara, amiga y antigua alumna, he podido ver cumplido el sueño de estar en Edimburgo en agosto. Y contemplar tanto entusiasmo, tanta vitalidad y entrega en las jóvenes compañías del Fringe me ha devuelto a mí mismo hace mucho tiempo. Me imaginé, me vi con ese mismo entusiasmo hace veinticinco años. Yo tenía que haber estado allí, tenía que estar allí en ese momento, pero al otro lado del telón. Me vi con mi grupo, no sé si decir compañía, a principios de los noventa, cuando después de ver nuestros montajes, fuimos invitados dos años consecutivos al Festival de Avignon, y al que al final no asistimos. Creo yo que fue por miedo, por falta de confianza en las propias posibilidades. En algún momento de mi formación, en alguna esquina del camino, se quedó la educación en la confianza en uno mismo, la autoestima, o como quiera que se llame. Y me faltó dar el paso. Dejando al margen mis cualidades, siempre discutibles, me faltó la fe y el atrevimiento. No tuve la suficiente confianza, convicción o determinación para perseverar, para no darse por vencido y retirarse antes de que la pelea hubiera ni siquiera comenzado. Y poco a poco, otros caminos y otras posibilidades fueron apareciendo.
No sé qué habría pasado. No sé si la vida que hubiera resultado me habría gustado en realidad. No me quejo. La educación es una ocupación intensa y vital, y me ha dado todo lo que tengo ahora. Y me ha permitido seguir en contacto con la practica teatral. Si no a nivel profesional, sí con el mismo nivel de exigencia y la misma pasión y entusiasmo. Pero la pulsión sigue ahí.

El viaje, el haber presentado un proyecto a Microteatro, un grupo de artes escénicas que ha salido para cuarto… todo eso ha desenterrado esa pulsión y la ha devuelto a flor de piel. Tanto, que hasta me podría plantear participar en el Fringe el año próximo, que conmemoran su setenta aniversario.
Aunque quizá ya es demasiado tarde.
O quizá no.



jueves, 18 de agosto de 2016

Donde el viento silba nácar


Uno de los amigos más antiguos que tengo no es de mi edad. En realidad, era uno de los amigos de mis padres, de la playa. Cuando yo no era más que un crío y las vacaciones duraban una eternidad, cada verano solían coincidir las mismas personas, los mismos matrimonios con niños, y a lo largo de los veranos se fueron fraguando relaciones de amistad muy sólidas. Se hacían grandes reuniones, de padres con hijos, donde todos charlábamos con todos. Eran en general personas amables, gentiles y divertidas. Aunque los niños congeniábamos con todos, siempre había algunos adultos más atrayentes para nuestros ojos. Y de entre ellos, Pepe era una figura magnética. Perecía como si lo rodeara el misterio.
José García Pérez, Pepe, a la vuelta de todos estos años, ha sido de todo. Pero en aquellos últimos años setenta en que España se movía incierta en los primeros caminos de la democracia, Pepe fue diputado en Cortes Constituyentes. Para mi madre era “Pepe el diputado”. Este hecho le convertía en una figura atrayente en general, pero para un niño que empezaba a tantear la adolescencia y a querer conocer más cosas, era alguien mucho más poderoso. Y Pepe, haciendo uso de su temple de maestro, siempre estaba dispuesto a atender largamente mis demandas, con charlas muy interesantes y muy entretenidas.
Donde el viento silba nácar es un lugar poético, pero vivido, imaginado por Pepe, entre las dunas, el Atlántico y los pilares de El Abanico. Ahí están encerrados muchos de aquellos momentos. Habitan en él, además, fragmentos de verano de mi última infancia, mi adolescencia y madurez; algún pedazo de invierno adolescente; bicicletas, recuerdos con mi padre, mi madre, hermana, amigos; dudas, escarceos y mentirijillas. Es un lugar mágico y envolvente, que me posee, y en el que encajo como la última pieza de un puzzle. Así está descrito en sus libros, que, aunque él no lo sabe, yo atesoro cuidadosamente.
Este año, por las razones que sean, no ha podido comparecer aquí donde el viento silba nácar. Y no vamos a poder charlar y cambiar impresiones. La sola presencia de su figura alta y desgarbada ya se echa de menos. Y aunque el silbo de ese viento trae ecos de muchas ausencias, y las iridiscencias del nácar están cada vez más oscurecidas por muchedumbres desordenadas y construcciones groseras y desaprensivas, ese lugar persiste en la memoria y en el presente, y renace cada año con nuevos impulsos de historias y vidas. Pero hoy se ve más empequeñecido por la ausencia de Pepe, que sólo puedo desear que sea pasajera.


domingo, 14 de agosto de 2016

Sara Calvente


Sara es una antigua alumna. De mi primer año. La casualidad hizo que luego Eva también le diera clase, de modo que es antigua alumna de los dos. Aquel primer año mío yo le daba alternativa, y muchas horas de clase derivaron en charlas de viajes, en hablar de culturas, ciudades y países. Y curiosamente ahora, un viaje y una ciudad ha hecho que convivamos unos días, gracias a su extremada generosidad.
A lo largo de los años como profesor, uno va manteniendo el contacto con un puñado de antiguos alumnos, que, por la coincidencia en gustos o pareceres, por la similitud en la visión general de la vida, o por la proximidad en facetas del conocimiento, hace que la relación se mantenga a lo largo del tiempo con la intermitencia y la naturalidad de una amistad. Esas relaciones, entre otras cosas, impiden que uno se quede anclado en una visión del mundo, y ayudan a mantener una apreciación más dinámica de las cosas que suceden y de su evolución. Se es testigo de la maduración y el avance en la sociedad y en la vida de unas personas más jóvenes y con visiones y realidades distintas.
En la actualidad, Sara está perfeccionando su formación y trabajando en Edimburgo. Y ha facilitado que pudiera cumplir un deseo largamente anhelado y que nunca podré agradecer suficientemente: estar en Edimburgo durante la realización de los diferentes festivales escénicos que la ciudad acoge.
Ahora es ya una persona adulta. Y es muy especial. Es una doctora amable y cordial. Su carácter familiar y su facilidad en las relaciones personales le han hecho desarrollar una elevada inteligencia emocional y una gran asertividad. Es generosa, educada, cortés y deseosa de aprender y afrontar nuevos retos. Y si el deseo de viajar y conocer culturas es muestra inequívoca de inteligencia, ella lo posee a raudales.


Sara ya era especial cuando la conocí. El tiempo simplemente ha confirmado lo que se apuntaba. De todas las influencias vitales que tiene una persona, los profesores tenemos muy poca presencia, pero Sara se ha convertido en esa clase de persona a la que uno, en su imaginación y su inmodestia profesional, le gustaría pensar que algún matiz de lo que ella es ahora, siquiera sea en unos gramos, tiene que ver con aquellas clases y aquellas charlas de viajes.