Mi existencia reflejada en los espejos cóncavos del Callejón del Gato

domingo, 18 de septiembre de 2016

El gusto es nuestro: 20 años, y Marcianita



Hay un momento en la película Amadeus, y cito de memoria, en donde Salieri, cuando asiste al estreno de Don Giovanni, explica en voz en off cómo notaba que cada nota, que cada momento de la obra estaba escrito para él, y que él era el único capaz de comprenderlo y apreciarlo completamente.
Pues salvando las distancias algo así me pasó ayer durante un momento en el concierto de El gusto es nuestro: 20 años.
El espectáculo completo es un acierto y un disfrute para el público seguidor de Víctor, Ana, Serrat o Miguel Ríos. El concierto está perfectamente coordinado y planificado, y ellos, a pesar de la edad, están esplendidos. Quizá Serrat un poco más cascado, pero sabe cubrirse perfectamente tirando de simpatía y profesionalidad. Estuvieron geniales, con todas las canciones que espera uno escuchar y alguna otra más.
Pues hubo un momento, en el inicio de los bises, en que Víctor Manuel se marca una versión esplendida de Marcianita, un rock ligero de mediados de los cincuenta de un argentino llamado Billy Cafaro. Estoy seguro que casi nadie en el auditorio conocía ese tema, y yo sin embargo me la sé entera, porque a mi madre le encantaba, y la canturreaba con mucha frecuencia. Cuando de pie en mitad del personal cantaba yo solo con Víctor el tema, sentí que yo era el único en el auditorio que estaba recibiendo toda la emoción que podía transmitir esa sencilla canción, que vete tu a saber por qué Víctor la habrá escogido.
Me hubiera encantado llamar a mi madre en ese momento, pero ya no está. Eva estaba a mi lado y lo sabía. Pero ya no encontré a nadie a quien llamar que disfrutase conmigo y entendiera mi alegría y mi sorpresa por la canción. Cómo me hubiera gustado poder llamar a mi madre. No ha existido nadie que confiara más en mi criterio y con quien mantuviera de ese modo complicidades sobre música y, sobre todo, sobre cine.
Pero esa es otra de las cosas que se pierden cuando alguien se va. No sólo es la persona, su compañía, su presencia. Son tus propios recuerdos o la complicidad que mantenías. Y no hay un solo día que no la recuerde y la eche de menos.

En fin, como colofón final con retruécano incluido de la esplendida noche que pasamos, nos fuimos a un bar de karaoke por el Pumarejo, donde me marqué Yo quiero ser una chica Almodovar, una canción de corte tan clásico de Sabina, que mi madre estaba convencida de que la melodía no era suya.

To my mother with loving memories. 

domingo, 21 de agosto de 2016

Agosto en Edimburgo. Teatro y...


Después de la Segunda Guerra Mundial, en 1947, Edimburgo organizó un Festival Internacional, centrado en representaciones de teatro, ópera y conciertos. Ocho compañías quedaron fuera de programa, y organizaron su propio festival on the fringe, algo así como en el límite. Desde entonces el Fringe se ha convertido en el festival de teatro más importante del mundo, sin desmerecer al Festival Internacional, que atrae a las grandes figuras de la escena británica y americana.
Así, durante el mes de agosto, en la capital de Escocia se concentran una enorme cantidad de agrupaciones escénicas de todo tipo, a todos los niveles. Coinciden el Festival Internacional, el Fringe, el Military Tattoo, el encuentro de agrupaciones teatrales de institutos americanos, miles de artistas callejeros entre músicos, acróbatas, magos, actores, mimos; las compañías del Fringe ofrecen en la Royal Mile (la calle central de Edimburgo) pequeños fragmentos de lo que ofrecen: musicales, revisiones de Shakespeare, transgresiones, vanguardias… La ciudad entera está implicada y hay representaciones en teatros, pubs, iglesias, y hasta salones de viviendas; y el centro ofrece un espectáculo multiescénico de una vitalidad arrolladora, que cautivaría a cualquier persona, no solo a los amantes del teatro.
Para mí ha sido un espectáculo fascinante, embriagador, que me ha golpeado en la cara, me ha noqueado y me ha vuelta a espabilar. Este año, gracias a la generosidad de Sara, amiga y antigua alumna, he podido ver cumplido el sueño de estar en Edimburgo en agosto. Y contemplar tanto entusiasmo, tanta vitalidad y entrega en las jóvenes compañías del Fringe me ha devuelto a mí mismo hace mucho tiempo. Me imaginé, me vi con ese mismo entusiasmo hace veinticinco años. Yo tenía que haber estado allí, tenía que estar allí en ese momento, pero al otro lado del telón. Me vi con mi grupo, no sé si decir compañía, a principios de los noventa, cuando después de ver nuestros montajes, fuimos invitados dos años consecutivos al Festival de Avignon, y al que al final no asistimos. Creo yo que fue por miedo, por falta de confianza en las propias posibilidades. En algún momento de mi formación, en alguna esquina del camino, se quedó la educación en la confianza en uno mismo, la autoestima, o como quiera que se llame. Y me faltó dar el paso. Dejando al margen mis cualidades, siempre discutibles, me faltó la fe y el atrevimiento. No tuve la suficiente confianza, convicción o determinación para perseverar, para no darse por vencido y retirarse antes de que la pelea hubiera ni siquiera comenzado. Y poco a poco, otros caminos y otras posibilidades fueron apareciendo.
No sé qué habría pasado. No sé si la vida que hubiera resultado me habría gustado en realidad. No me quejo. La educación es una ocupación intensa y vital, y me ha dado todo lo que tengo ahora. Y me ha permitido seguir en contacto con la practica teatral. Si no a nivel profesional, sí con el mismo nivel de exigencia y la misma pasión y entusiasmo. Pero la pulsión sigue ahí.

El viaje, el haber presentado un proyecto a Microteatro, un grupo de artes escénicas que ha salido para cuarto… todo eso ha desenterrado esa pulsión y la ha devuelto a flor de piel. Tanto, que hasta me podría plantear participar en el Fringe el año próximo, que conmemoran su setenta aniversario.
Aunque quizá ya es demasiado tarde.
O quizá no.



jueves, 18 de agosto de 2016

Donde el viento silba nácar


Uno de los amigos más antiguos que tengo no es de mi edad. En realidad, era uno de los amigos de mis padres, de la playa. Cuando yo no era más que un crío y las vacaciones duraban una eternidad, cada verano solían coincidir las mismas personas, los mismos matrimonios con niños, y a lo largo de los veranos se fueron fraguando relaciones de amistad muy sólidas. Se hacían grandes reuniones, de padres con hijos, donde todos charlábamos con todos. Eran en general personas amables, gentiles y divertidas. Aunque los niños congeniábamos con todos, siempre había algunos adultos más atrayentes para nuestros ojos. Y de entre ellos, Pepe era una figura magnética. Perecía como si lo rodeara el misterio.
José García Pérez, Pepe, a la vuelta de todos estos años, ha sido de todo. Pero en aquellos últimos años setenta en que España se movía incierta en los primeros caminos de la democracia, Pepe fue diputado en Cortes Constituyentes. Para mi madre era “Pepe el diputado”. Este hecho le convertía en una figura atrayente en general, pero para un niño que empezaba a tantear la adolescencia y a querer conocer más cosas, era alguien mucho más poderoso. Y Pepe, haciendo uso de su temple de maestro, siempre estaba dispuesto a atender largamente mis demandas, con charlas muy interesantes y muy entretenidas.
Donde el viento silba nácar es un lugar poético, pero vivido, imaginado por Pepe, entre las dunas, el Atlántico y los pilares de El Abanico. Ahí están encerrados muchos de aquellos momentos. Habitan en él, además, fragmentos de verano de mi última infancia, mi adolescencia y madurez; algún pedazo de invierno adolescente; bicicletas, recuerdos con mi padre, mi madre, hermana, amigos; dudas, escarceos y mentirijillas. Es un lugar mágico y envolvente, que me posee, y en el que encajo como la última pieza de un puzzle. Así está descrito en sus libros, que, aunque él no lo sabe, yo atesoro cuidadosamente.
Este año, por las razones que sean, no ha podido comparecer aquí donde el viento silba nácar. Y no vamos a poder charlar y cambiar impresiones. La sola presencia de su figura alta y desgarbada ya se echa de menos. Y aunque el silbo de ese viento trae ecos de muchas ausencias, y las iridiscencias del nácar están cada vez más oscurecidas por muchedumbres desordenadas y construcciones groseras y desaprensivas, ese lugar persiste en la memoria y en el presente, y renace cada año con nuevos impulsos de historias y vidas. Pero hoy se ve más empequeñecido por la ausencia de Pepe, que sólo puedo desear que sea pasajera.


domingo, 14 de agosto de 2016

Sara Calvente


Sara es una antigua alumna. De mi primer año. La casualidad hizo que luego Eva también le diera clase, de modo que es antigua alumna de los dos. Aquel primer año mío yo le daba alternativa, y muchas horas de clase derivaron en charlas de viajes, en hablar de culturas, ciudades y países. Y curiosamente ahora, un viaje y una ciudad ha hecho que convivamos unos días, gracias a su extremada generosidad.
A lo largo de los años como profesor, uno va manteniendo el contacto con un puñado de antiguos alumnos, que, por la coincidencia en gustos o pareceres, por la similitud en la visión general de la vida, o por la proximidad en facetas del conocimiento, hace que la relación se mantenga a lo largo del tiempo con la intermitencia y la naturalidad de una amistad. Esas relaciones, entre otras cosas, impiden que uno se quede anclado en una visión del mundo, y ayudan a mantener una apreciación más dinámica de las cosas que suceden y de su evolución. Se es testigo de la maduración y el avance en la sociedad y en la vida de unas personas más jóvenes y con visiones y realidades distintas.
En la actualidad, Sara está perfeccionando su formación y trabajando en Edimburgo. Y ha facilitado que pudiera cumplir un deseo largamente anhelado y que nunca podré agradecer suficientemente: estar en Edimburgo durante la realización de los diferentes festivales escénicos que la ciudad acoge.
Ahora es ya una persona adulta. Y es muy especial. Es una doctora amable y cordial. Su carácter familiar y su facilidad en las relaciones personales le han hecho desarrollar una elevada inteligencia emocional y una gran asertividad. Es generosa, educada, cortés y deseosa de aprender y afrontar nuevos retos. Y si el deseo de viajar y conocer culturas es muestra inequívoca de inteligencia, ella lo posee a raudales.


Sara ya era especial cuando la conocí. El tiempo simplemente ha confirmado lo que se apuntaba. De todas las influencias vitales que tiene una persona, los profesores tenemos muy poca presencia, pero Sara se ha convertido en esa clase de persona a la que uno, en su imaginación y su inmodestia profesional, le gustaría pensar que algún matiz de lo que ella es ahora, siquiera sea en unos gramos, tiene que ver con aquellas clases y aquellas charlas de viajes.


domingo, 23 de agosto de 2015

Memorias de Verano 2015 (II) Ritos de iniciación


Cuando en La Antilla se ponían toldos y casi no había sombrillas, y la figura del “rodríguez” era una realidad en España, era frecuente ver en la playa grupos de madres sin maridos, rodeadas de niños de distintas edades, todos reunidos en pandillas.
Mi padre solía tener vacaciones en Agosto, pero nos dejaba en la playa a mi madre, a mi hermana y a mí durante el mes de julio. Él venía los viernes y se volvía a marchar los domingos.
A mi madre le gustaba comer con bocadillos en la playa. En realidad le gustaba más el hecho de comer con bocadillos que el que fuera en la playa o en cualquier otro sitio. Le encantaba comer de bocadillos. Supongo que iría con su carácter presuroso: es una comida que se prepara rápido y se despacha también rápido, y a otra cosa. El caso es que durante esos meses de julio muchos días comíamos bocadillos en los toldos de la playa.
Lógicamente no estábamos solos. Estaban las otras madres y los otros niños. Me acuerdo de que con Jaime Abad montábamos después de comer auténticos campos de batalla con los soldaditos de plástico que comprábamos en los kioscos de “la parada”.
Poco a poco eso dio paso a hacer excursiones, ya sin padres pero también con bocadillos. La excursión típica en La Antilla para los niños de mi edad era ir a los caños, a una distancia que hoy me supone un paseo por la playa con mi perra por la mañana, pero que para nosotros era toda una aventura. Y allí echábamos el día, saltando y correteando, y bañándonos cuando subía la marea y se llenaba el caño. Con una indescriptible sensación de libertad y plenitud.
El otro día mis hijos se quedaron a comer solos por primera vez en la playa. Les preparé bocadillos y les puse refrescos, y se quedaron, con otros de su pandilla, en donde habitualmente bajamos todos, a unos doscientos metros de donde tenemos el apartamento. Pero eso era suficiente. Cuando le pregunté a Ángel qué tal lo había pasado, la respuesta fue clara:”perfecto”. Pude detectar en su expresión esa misma sensación de estar descubriendo cosas nuevas, vertiginosas, de estar transgrediendo límites más allá de lo esperado. De dar pasos entre la magia de la última infancia y la preadolescencia.

Me pregunto si ya con mi edad el paso del tiempo se ha llevado la posibilidad de esos descubrimientos trascendentes, o si seguimos teniendo acceso a esas sensaciones de novedad tan evanescente como la que sintieron mis hijos el otro día. Como las que sentía yo en la excursión a los caños. 

miércoles, 19 de agosto de 2015

Memorias de Verano 2015 (I)

Llevo tanto tiempo veraneando en La Antilla que ya ni me acuerdo del principio. He conocido chalets que ahora no existen, parcelas baldías donde ahora crecen chalets de diseño, dunas blancas y prácticamente vírgenes, donde solo la cabañas de los niños de mi pandilla alteraba su desarrollo natural.
Este año es la primera vez en muchísimos años en que voy a vivir un tiempo en La Antilla en un apartamento que no es el mío. Que no es el mío definitivo, vamos. Porque yo empecé viniendo a La Antilla durmiendo en casa de mis tíos, en El Abanico, a mediados de los años setenta. Después mi familia alquilaba en los edificios Casamar, hasta que mi padre se decidió a comprar un apartamento en las Torres Italia, que con sus altísimas trece plantas parecían significar la llegada definitiva del desarrollismo a la playa familiar que era La Antilla. Años después, a comienzos de los ochenta creo, mi padre cambió nuestro apartamento en los Italia por otro en El Abanico, que entonces era el centro neurálgico de su diversión y de la mía: allí vivían un motón de amigos y conocidos.
Pues desde entonces hasta hoy, si no recuerdo mal, siempre que he estado en la Antilla he habitado en ese apartamento. Hasta el domingo. En los últimos años ya nos tenemos que turnar mi hermana y yo en el uso del apartamento porque ya no cabemos todos. Y durante la segunda quincena de agosto nosotros hemos solido no estar en La Antilla porque mi hermana hace coincidir sus vacaciones en esa quincena. Nosotros unas veces hemos alquilado en playas de Cádiz, y otras nos hemos vuelto a Sevilla.
Ese año el plan era Sevilla, pero viendo que la mayor parte del personal que conocemos, y, sobre todo, viendo que mis hijos tienen pandilla y edad para disfrutarla, hemos hecho una búsqueda apresurada y un esfuerzo, y hemos alquilado aquí. En el apartamento justo encima del mío. En el apartamento que fue de José Luis (Pepelu) y Piluca; en el que luego alquiló durante mucho tiempo Juanjo; en el que una noche al volver de marcha, Fernando MacGregor se tiró encima la litera completa, despertando a toda mi casa…

El actual propietario se esforzaba el otro día en mostrar las virtudes del piso, y nos hacía notar lo fresco del salón si dejamos medio abierta la puerta de entrada. No quise decirle que el pestillo pasador que todavía está en esa puerta, aunque roto y sin uso, ya lo había puesto para ese fin Fernando, el padre de Pepelu y Piluca, en los tiempos en que celebrábamos el cumpleaños de Piluca con una enorme fiesta, cuando yo no tendría más de diez años. 

martes, 13 de enero de 2015

Después

Al escuchar los pasos de su padre subir las escaleras ya sabía lo que vendría después. Ni se preocupó en disimular. De hecho, la mochila estaba abajo. El ya sabía que tenía que hacer los deberes. No sabía muy bien por qué o para qué. Solo sabía que tenía que hacerlos, y que no le apetecía.
- Tienes que hacer los deberes
- Ya, pero es que no quiero.
- Pero es que tienes que hacerlos.
- Pero es que yo quiero jugar.
- Ya jugarás después.

“Después”. La palabra terrible. Todo va a ser “después”, y al final no pasa… ver la tele, ir al cine, jugar con los legos, salir a jugar, ir a casa de Pablo… ¿A qué tantos deberes después de estar todo el día en el cole; para cuando voy a jugar con los legos, para cuando termine los deberes, que son el cuento de nunca acabar?
No se inmuta de momento y sigue con sus juegos.
El padre trata de no enfadarse y sin mucha convicción repite: “Tienes que hacer los deberes”. Se da la vuelta y baja las escaleras. Cada paso le suena como un clavo hundiéndose en su convicción. ¿A qué tantos deberes después de estar todo el día en el cole? ¿Cuando va a jugar con los legos, cuando termine los deberes que son el cuento de nunca acabar? ¿Cuando haya crecido y jugar con los legos ya no tenga sentido? ¿Cuando los asuntos vayan ya por otro camino y jugar con los legos sea cosa de niños? ¿Cuando la ilusión del juego, del logro y de la sorpresa ya no exista, no la recuerde? Entonces los legos ya habrán perdido su sentido, si es que lo tienen, suponiendo que algo tenga sentido.
El padre tropieza con la mochila que debía estar arriba y abierta. La mira.
- Deberías estar haciendo los deberes.


En casa de sus padres todavía hay cajas de legos. Las piezas están casi nuevas. Se usaron poco en realidad. También hay una bolsa de tela que tejió su abuela y que tiene canicas dentro. Y un Scalextric cuidadosamente guardado, que solo se montaba en Navidad; se usó en pocas ocasiones a lo largo de años. Se guardaba para después. Y al fondo del segundo cajón, un montón de historias que inventar, pendientes a ser jugadas después de terminar unos deberes que al final no sirvieron para orientar su vida posterior; no sirvieron para convertirle en una persona más sociable, más entrante, más segura y confiada. No sirvieron para después. No sirvieron para nada. 

lunes, 12 de enero de 2015

Año Nuevo, Vida Igual


El otro día bajé al trastero los adornos de Navidad, ya retirados. El nuevo año ha empezado su ritmo cotidiano, y ya era necesario recoger la casa. Metido en la actividad de poner orden, reviso los propósitos de año nuevo del año pasado, que encima están publicados por aquí abajo, y compruebo que el resultado es digno de sonrojo. La mayor parte de ellos duraron tanto como los últimos adornos de Navidad. Uno hace inventario, listas y planes con muy buena voluntad, y luego llega la realidad del día a día y, como un martillo pilón, los aplasta y reduce.
En la lista del año pasado había cosas para realizar puntualmente, actividades con final, y, sobre todo, ideas de cambio de hábito. Es cierto que algunas cosas con final sí que he terminado, y que, como la intención de cambiar de hábitos o coger habitualidad en según qué cosas siempre está presente, algo de cada cosa he ido haciendo. Pero creo que no he conseguido adoptar con regularidad ninguno de los hábitos propuestos.
No es que sea muy grave en cuanto a salud -no tengo un sobrepeso alarmante ni tengo que dejar de fumar- pero resulta como poco descorazonador. Además, algunos de los planes iban referidos a hacer más cosas con los niños en todos los sentidos: estar pendiente de su estudio, estudiar con ellos, jugar al fútbol, jugar en general, montar en bici, organizar el tiempo… Y entonces surgen dudas sobre cómo lo estás haciendo como padre. No veo que mis hijos estén muy ordenados con respecto a su horario de estudio y su horario de juego, el desorden reina en sus cosas y ya por ende en toda mi casa, y encima el mayor empieza a flojear en clase.
Dicen los expertos que para lograr su cumplimiento, lo básico es simplificar al máximo el número de objetivos, proponerse una o dos cosas, y eso implicará cambios paralelos en hábitos y demás zarandajas. No estoy muy seguro de que sólo con eso se logre, y, en cualquier caso, no sé como hacerlo, y menos a comienzos de año, donde se agolpan las urgencias de lo que no has hecho y deberías, y de lo nuevo que quieres hacer.
No obstante, habrá que intentarlo. Me propondré un único objetivo, y dejaré que los otros vayan llegando, a ver qué tal. Lo que no sé es si compartirlo aquí, no sea que alguien lo lea y comprobando el resultado, mi sonrojo sea aun mayor.
Ya iremos viendo a lo largo del año si lo cuento o no. Por cierto, que es Año Nuevo: lleguen a todos mis mejores deseos para 2015; que al contrario que a mi, no os asalten tantas dudas, y que vuestros planes sean concretos y se cumplan.
FELIZ AÑO NUEVO.

domingo, 20 de abril de 2014

Reunión


Tenéis juventud. Y es genial. Quien ha sido joven una vez, es joven para siempre. Pasar un tiempo con vosotros es estupendo. Reverdecen ideas en el alma, se siente uno más joven (y, eventualmente, más borracho, según pasa el tiempo)

Pero además tenéis valor, audacia y fe en vosotros mismos; confianza en que valéis y arrojo para lanzaros a ello. Eso es envidiable. Yo nunca tuve esa fe en mis propias posibilidades, si alguna vez existieron. Me falto la fe que el espíritu exige de los navegantes. Y os envidio. Es envidiable.

Tenéis el coraje para optar por la especialidad que preferís, aunque sea poco reconocida, cuando podéis optar por cualquier otra; el empeño y el arrojo en trabajar en las humanidades, las adaptaciones, aun cuando no sea lo que esta de moda ni en el mercado; la osadía de reclamar lo que pensáis que os pertenece y defender vuestra creación por encima de todo…

Aparte de bajar la guardia y decir muchas tonterías, y dejar al descubierto las debilidades y los pequeños vicios (espero que me disculpéis), el otro día estuvimos hablando de un montón de cosas; de la vida, del amor, el tiempo, de cine, de teatro, de historias, de estudios, de aventuras pasadas… del sentido de la vida. Tal como yo lo veo el sentido de la vida no sólo es hacer las cosas “por follar”; lo que le va dando sentido a la vida son las reuniones como la del otro día, las cosas que convierten en especial el vivir diario, aunque también se pueda encontrar sentido en las pequeñas cosas rutinarias.

Lo pasamos bien.

Sólo espero que dentro de veinte años, cuando me esté convirtiendo en un anciano impertinente y coñazo, y vosotros seáis una doctora modelo, súper apreciada por sus pacientes, un prestigioso traductor reclamado por las editoriales inglesas, o un popular dramaturgo con obras estrenadas y esperadas (casi seguro fuera de España), queráis seguir compartiendo ratos conmigo. Para mi seguiréis siendo igual de jóvenes; las personas queridas no envejecen.

Pero antes de eso hay y habrá otro montón de oportunidades. Antes de que eso llegue, (o por si acaso me hacen otra prueba médica y me dejan en la cuneta) ahora viene el puente del trabajo, y la Feria (o la Feria más larga de la historia, según se mire)

Os espero en dos semanas. Eso incluye a Juan, estupendo fichaje, y a Carmen, a ver si esta vez sí la pillamos. y a Berta. Y a todos los que se quieran apuntar.

Un beso a todos.