Cuando
en La Antilla
se ponían toldos y casi no había sombrillas, y la figura del “rodríguez” era
una realidad en España, era frecuente ver en la playa grupos de madres sin
maridos, rodeadas de niños de distintas edades, todos reunidos en pandillas.
Mi
padre solía tener vacaciones en Agosto, pero nos dejaba en la playa a mi madre,
a mi hermana y a mí durante el mes de julio. Él venía los viernes y se volvía a
marchar los domingos.
A
mi madre le gustaba comer con bocadillos en la playa. En realidad le gustaba
más el hecho de comer con bocadillos que el que fuera en la playa o en
cualquier otro sitio. Le encantaba comer de bocadillos. Supongo que iría con su
carácter presuroso: es una comida que se prepara rápido y se despacha también
rápido, y a otra cosa. El caso es que durante esos meses de julio muchos días
comíamos bocadillos en los toldos de la playa.
Lógicamente
no estábamos solos. Estaban las otras madres y los otros niños. Me acuerdo de
que con Jaime Abad montábamos después de comer auténticos campos de batalla con
los soldaditos de plástico que comprábamos en los kioscos de “la parada”.
Poco
a poco eso dio paso a hacer excursiones, ya sin padres pero también con
bocadillos. La excursión típica en La Antilla para los niños de mi edad era ir a los
caños, a una distancia que hoy me supone un paseo por la playa con mi perra por
la mañana, pero que para nosotros era toda una aventura. Y allí echábamos el
día, saltando y correteando, y bañándonos cuando subía la marea y se llenaba el
caño. Con una indescriptible sensación de libertad y plenitud.
El
otro día mis hijos se quedaron a comer solos por primera vez en la playa. Les
preparé bocadillos y les puse refrescos, y se quedaron, con otros de su
pandilla, en donde habitualmente bajamos todos, a unos doscientos metros de
donde tenemos el apartamento. Pero eso era suficiente. Cuando le pregunté a Ángel
qué tal lo había pasado, la respuesta fue clara:”perfecto”. Pude detectar en su
expresión esa misma sensación de estar descubriendo cosas nuevas, vertiginosas,
de estar transgrediendo límites más allá de lo esperado. De dar pasos entre la
magia de la última infancia y la preadolescencia.
Me
pregunto si ya con mi edad el paso del tiempo se ha llevado la posibilidad de
esos descubrimientos trascendentes, o si seguimos teniendo acceso a esas
sensaciones de novedad tan evanescente como la que sintieron mis hijos el otro
día. Como las que sentía yo en la excursión a los caños.