Mi existencia reflejada en los espejos cóncavos del Callejón del Gato

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los peores errores de mi vida

Empecé esta entrada pensando en contar una cosa distinta, pero, no.
Es cierto que, y alguna vez lo habré mencionado por aquí, haber estudiado Derecho fue uno de los grandes errores de mi vida. No por cursar estudios universitarios. En la Universidad conoces gente, mundo, te mueves, aprendes cosas de interés. Pero la parte educativa, al estudiar algo que no me interesaba demasiado, la viví como una carga, como una continuación del BUP y el COU, una aburrida obligación, que tendría muchas salidas en el futuro(¿?), pero que me hizo pasar varios malos ratos en su presente y bajó poderosamente mi autoestima.
No, no voy a extenderme demasiado en el lastre que supuso y en la predeterminación trágica de la vida (Aunque es probable que sea pasto de otra entrada, porque la idea me quema de vez en cuando los dedos)
De lo que al final terminaré escribiendo es sobre esos otros momentos no tan amargos ni trascendentes, pero definitivamente erróneos en la vida. Y todo a raíz de la comida del domingo pasado.
A ver. El primer curso que estuve en el Bellavista fue bastante gris. De hecho aun hoy, y es el tercero, sigue siéndolo: las nuevos casi no se saben mi nombre (yo tampoco se me el suyo, la verdad), casi no veo a profesores: yo entro, subo al aula de música, y no vuelvo a salir hasta el final del día, sin casi pasar por la sala de profesores.
En ese primer curso, como la relación en el centro no era brillante y mi ánimo no estaba muy allá, no tuve cuerpo, ni ganas de asistir a las comidas de Navidad, Feria y demás. Para la comida de final de curso me decidí, era almuerzo y no cena, y no coincidía de este modo con la de Eva.
Estaba extrañamente animado. Trataba de hablar con todo el mundo. Hacía tanto que no salía que no me dí cuenta de que bebía muy rápido. Me lancé a la cerveza de aperitivo como un león, durante la comida mezclé tinto y blanco indiscriminadamente. De pronto necesité tomar el aire. Comencé a sentirme mal. Muy mareado tuve que salir del restaurante, dar una vuelta por los alrededores.
No sé si es que fueron muy discretos o más bien que nadie me echó en falta (estuve sentado en una esquina de una mesa de treinta y tantos comensales), pero lo cierto es que nadie me comentó nada al día siguiente, ni hasta la fecha. Pero si alguien se percató, debí de dar una imagen espantosa: la primera vez que salgo y me marcho tambaleándome, sin despedirme, y antes del postre. Tan mal que tuve que dejar la moto aparcada y volverme en taxi.
Desde entonces ha habido otras comidas y he podido lavar mi imagen. He “sabido beber”. Me he mantenido achispado sin pasarse y luego he ido dejando de beber poco a poco para poder volver a casa pilotando mi propio vehículo.
Solo espero que el otro día en casa no cometiera otro de esos grandes errores de mi vida, y no metiera la pata. Porque hablando de esos errores, me encontré tan animado después de cierto tiempo sin reuniones parecidas, que me lance sobre el ron (por no hablar de la cerveza y el vino de antes) y logré una cierta borrachera. Y no sé si estuve demasiado lenguaraz y cometí alguna impertinencia. O aburrí. Detestaría haberlo hecho, porque yo disfruté mucho de la compañía.
En fin, si fui muy aburrido o impertinente, o algo, sólo se me ocurre que nada mejor para solventarlo que otra reunión parecida, con los mismos invitados y algún otro, pero, en sábado, para que la cena para que podamos cenar y seguir.
Y para entonces igual si que he escrito sobre los peores errores de mi vida. Derecho.

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