Mi existencia reflejada en los espejos cóncavos del Callejón del Gato

martes, 3 de noviembre de 2009

El jueves pasado (29 de octubre)

El jueves por la noche se nos hizo tarde fuera de casa y nos quedamos a cenar. En McDonald’s. Se nos hizo tarde quiere decir que nos dieron las siete y media, y que como los niños no habían dormido siesta, preferimos tocar zafarrancho.


La última vez que habíamos comido fuera con los niños fue en Chipiona durante el puente del Pilar. Esa vez, Ángel se cagó encima en mitad del salón comedor de “El Sardinero”. Bien es verdad que estaba malo, y que además la mañana anterior los dos se habían tirado encima la tapa de madera del cajón de la persiana, que había impactado en pleno rostro de Ángel, dejándolo señalado, magullado y dolorido. Pero la deposición, suelta para más señas, hizo que Eva tuviera que salir disparada al baño de caballeros y pasar un mal rato con la limpieza, para que de todas formas al final tuviéramos que salir muy precipitadamente del local porque el olor era espectacularmente delator y “molesto” para el resto de comensales. Pues bien, la tarde del jueves ya Ángel no estaba especialmente malo. Y sin embargo no quiso privarnos de una experiencia similar.

Sobre las seis y pico, después de que Carlos saliera del deporte y del inglés infantil, nos fuimos a Los Arcos. Eva buscaba unos parches de la película Cars, para poder coserlos a las camisetas de los niños, con lo que después de visitar el cuarto de baño del Centro Comercial y hacer pipí, fuimos encaminando nuestros pasos a la tienda Disney que hay al lado de una de las puertas. Y fue para los niños como entrar en la Tierra de Promisión. Carlos no pasó de la puerta, del stand de Cars. Había de todo, y todo empaquetado de manera irresistiblemente atrayente. Aunque de todos esos juguetes y productos varios del merchandising de Cars, Carlos fijo su atención en un helicóptero relleno con todos los protagonistas (coches) de la película. Yo le insistía en que fuera tomando nota para pedírselo a los Reyes Magos (si, ya se que es pronto, pero era un buen momento). El me contestaba (para mi sorpresa y desolación) que yo era los Reyes. Y se volvía sobre el helicóptero. ¿Cómo era posible que ya supiese, que ya dijese? ¿En el cole? ¿En el cole hablan de eso? ¿Ya, con cuatro años? Ángel se distrajo más, es más pequeño y no concentra tanto su atención. Paseaba con Eva por ahí. Pero Carlos insistía: “tu eres los Reyes”. Cuando finalmente nos fuimos sin comprar el helicóptero y encomendándolo a los Reyes, comprendí la frase de mi hijo. No era que él pensara que yo fuera los Reyes, era simplemente que no quería esperar, algo así como “deja los Reyes para otro momento y otras cosas y tu cómprame el helicóptero ahora”. Con lo cual, estaba completamente convencido de que nos llevaríamos el helicóptero esa misma tarde. Y en realidad no tuvo rabieta al no llevárselo; tuvo más bien ataque de pena y desolación. Y lloró amargamente. El helicóptero de Dinoco, relleno con diez coches de la película, y con hueco para otros diez, había conquistado su corazón. Hasta tal punto que cuando horas después se acostó, todavía lo pedía. Incluso a la mañana siguiente lo recordaba, y seguía pidiendo. Todas las veces le repetíamos que hay que escribirles la carta a los Reyes. Y tanto quedó impresionado que el sábado por la mañana recordó (para mi sorpresa y alegría –“el niño tiene memoria”, sabe de lo que estamos hablando-) hasta el nombre de los Reyes, que lo había aprendido las Navidades pasadas.

Con esa pena con la que salió de tienda Disney nos fuimos a una de las cervecerías de Los Arcos, a ver si podíamos tomar un plato combinado. Era tan temprano (siete y media largas) que la cocina no estaba abierta. Así que siempre nos queda McDonald’s. Con poquita gente, pero… En fin, una vez comprados los menús (infantiles para los niños, grandes para nosotros) ya nos pudimos dedicar a comer. La mesa era cuadrada. Ángel estaba frente a mi y al lado de Eva, y a mi lado (y enfrente de Eva) estaba Carlos. Ángel y yo pegados a la pared. Carlos había pedido “pollo empanado” que quedó traducido en nuggets de pollo. No tuvo problemas y fue comiendo más o menos bien, dentro de que la pena por el helicóptero y el cansancio hacía mella en todo su comportamiento. Ángel atacaba con pocas ganas una hamburguesa infantil. De pronto me mira fijamente, con los ojos como platos y ligeramente humedecidos: “Papá, me hago caca”. Y dicho y hecho. Lo había vuelto a hacer. Se había cagado encima. Pero la vez de Chipiona, en previsión, Eva se había pertrechado de algunas cosas, tipo toallitas y recambios. Pero hoy no había nada de eso. Así que decidimos terminar de comer buenamente y salir sin prisa pero sin pausa del local. Eva comentó lo sucedido a una de las encargadas de la limpieza, que se apresuró a limpiar la silla, que se había quedado ligeramente humedecida. Por la reacción de la chica no parecía que fuera la primera vez. Así que ya tenéis otra cosa en que pensar cuando os sentéis en una silla de McDonald’s.

Buscando, buscando, encontramos un cuarto de baño en el nivel del aparcamiento. Eva entró, limpió a Ángel, metió la ropa sucia en una cajita de cartón del menú infantil, y salió con el niño desnudo de cintura para abajo del servicio. Mientras yo había colocado el coche lo más cerca posible de esa puerta y preparado la sillita para tal evento, cubriéndola con plástico.

Y no acabó aquí la tarde. Mi padre nos había requerido para trasladar su silla de la oficina (que es suya) a su casa, y ya aprovechamos para hacer un poco más de mudanza. Pero eso es otra historia.

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